El término "laicidad" se ha desarrollado para indicar un respeto mutuo entre la Iglesia y el Estado, basado en la autonomía de cada entidad.
Se ha entendido como café solo, en vez de café con leche en la proporción correcta.
Este concepto de "laicidad" es distinto del "laicismo", que promueve la exclusión de la influencia religiosa en la vida social como resultado del proceso de secularización.
Es decir, café sólo, solo.
Desde la Ilustración y la ruptura de la unidad religiosa, la separación entre los ámbitos religioso y secular comenzó a tomar forma, lo cual se reflejó en la elaboración de constituciones democráticas que formalizan esta división.
A veces no tan democrática, hay que recordar la ferocidad de la Revolución Francesa y su puesta sobre el papel, que no justifica el sanguinario proceso.
En el siglo XXI, el debate se ha centrado en la presencia pública de símbolos religiosos, como el crucifijo en espacios públicos. Sin embargo y para congelación de muchos, se sigue permitiendo el símbolo religioso, pero musulmán, de ir las mujeres cubiertas con velo, burka o similar, etc.
La laicidad, entendida de manera positiva, implica la superación de las antiguas tensiones entre el poder civil y el religioso, evitando la dominación de uno sobre el otro.
El poder civil se sacralizaba con su unión con la Iglesia; y la Iglesia adquiría fuerza a cambio. Hubo tiempos en los que los eclesiásticos empuñaban armas, no solo era la defensa de la fe, también del territorio. Las órdenes de caballería eran en realidad eso, monjes soldados: freires.
Ambos ámbitos, lo civil y lo eclesiástico, son componentes esenciales de la identidad pública de las personas.